¿Qué ocurre cuando no hemos contado con relaciones de cuidado que nos permitieran sentir un lazo seguro con el mundo?
Los problemas de autoestima, ya sea que estén acompañados o no por cuestiones relacionadas con la autoimagen, son un tema que atraviesa la mayoría de las dificultades psicológicas.
Como explica la Dra. Sue Gerhardt en su libro El amor maternal, la influencia del afecto en el cerebro y las emociones del bebé, muchas personas no experimentan el tipo de infancia que proporciona la base para una confianza básica al enfrentarse al mundo y relacionarse con otras personas. Sus primeras experiencias relacionales suelen ser con figuras de cuidado que tuvieron dificultades para sintonizar y responder adecuadamente a sus necesidades, contribuyendo de manera no intencionada a generar vínculos de apego inseguros.
Esto suele ser resultado de la transmisión intergeneracional de dificultades en la regulación emocional, que en casos más extremos puede estar vinculada a traumas transgeneracionales. Estas experiencias conducen a un profundo sentimiento de falta de valía personal. Sin sistemas emocionales bien desarrollados, se vuelve complicado relacionarse con flexibilidad con otras personas. Muchas veces, las personas oscilan entre extremos: evitar la dependencia por completo o depender excesivamente de los demás.
La paradoja es que, antes de poder autorregularnos y alcanzar la independencia—o mejor dicho, la interdependencia—primero debemos experimentar una dependencia satisfactoria. Sin embargo, esta idea a menudo parece contradictoria para las personas adultas, quienes pueden responder a la inseguridad con actitudes punitivas, como si la madurez y la autorregulación fueran simplemente una cuestión de fuerza de voluntad. En palabras de Laura Perls, la clave para una relación (terapéutica) saludable es “dar tanto apoyo como sea necesario y tan poco como sea posible”.
El trabajo terapéutico en respuesta a estas dificultades implica reconstruir los caminos que han llevado a la falta de autoestima. Esta reconstrucción facilita la co-creación de nuevas experiencias relacionales en el contexto terapéutico, que posteriormente pueden extenderse al entorno más amplio.
A lo largo de este proceso, la vergüenza suele surgir como una presencia persistente. Para abordarla con autocompasión, es importante comprender primero que la vergüenza es una respuesta normal. Es la manera en que el cerebro enfrenta la amenaza de desconexión, ya sea por abandono o aislamiento. Reconocer la vergüenza como una emoción y ponerle un nombre puede ayudar a crear cierta distancia entre el sentimiento y nuestra propia experiencia.
Al reemplazar el juicio con curiosidad, podemos comenzar a fomentar una perspectiva más comprensiva y compasiva. Ser conscientes del papel de nuestra voz crítica interna también es esencial, ya que esta a menudo amplifica la vergüenza. Recordar que somos obras en progreso, navegando la vida lo mejor posible, ayuda a disminuir el peso de la autocrítica.
En última instancia, practicar la amabilidad hacia nuestra propia persona significa hablarnos como lo haríamos con alguien a quien queremos profundamente. Reflexionar sobre qué acciones podrían apoyar nuestra recuperación, en lugar de perpetuar el ciclo de vergüenza, es un paso constructivo. Si necesitamos corregir algo, ofrecernos una orientación positiva en lugar de una autocrítica severa puede marcar una diferencia significativa.
Valorarnos por quienes somos—y no por lo que hacemos o lo que la sociedad actual considera valioso—es un camino desafiante y, a menudo, agotador. Sin embargo, es una tarea vital si deseamos generar un cambio significativo en la forma en que nos tratamos y nos relacionamos con el mundo.
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